#ElPerúQueQueremos

La Lima de Papá Noel

Escrito en 2007.

Reposteado hoy sin muchos cambios.

Por Rubén Ravelo

Publicado: 2014-12-24

Nunca he escrito sobre la navidad, en realidad soy de los que piensan que la intromisión gringa le ha ganado, y por goleada, a la creencia religiosa sobre el nacimiento de Jesús y su respectiva celebración anual. Por ende trato de tomar la navidad como un simple ‘día especial’ a diferencia de mis años infantes cuando el 25 de Diciembre era la fecha con la que soñaba todas mis noches, y procuraba ser un niño de bien para conseguir algún buen regalo que entretuviera mis merecidas vacaciones de verano. Hoy en día las cosas son tan distintas que la palabra “pesimista” me quedaría chica. Coincido con el común de limeños en que la navidad tiene un toque distinto al resto de días, más allá del horrendo tráfico y la infartante demanda de chucherías típica de los capitalinos, no acostumbrados a manejar grandes cantidades de dinero. Pero la pura verdad es que ya no tengo esa sensación de alegría que me causaban las luces, el olor a pólvora y a pavo horneado. ¿Será que me estoy haciendo viejo?, podría ser, no descarto esa noble posibilidad, aunque un factor que pudo haber influido en ese desinfle de emociones hacia la navidad, es el comportamiento de la sociedad por esas fechas.

Cuando uno es niño no lo nota. Vas por la calle de la mano de tu papá o mamá, viendo otros niños jugando por doquier, en bicicletas o skateboards (ahora scooters), reventando cuetecillos, huyendo de calaveras, o luciendo una inocente chispita mariposa. Ves todo tan bello, tan fantasioso –“yo también quiero (papi) mami”– habremos dicho señalando alguno de esos artilugios detonantes, y nuestros padres, como siempre consentidores, habrán atinado a darnos esos deseados 2 o 5 soles para ir corriendo a la tienda a comprarlos. Qué tiempos. Qué navidades. Pues ahora la situación es distinta cuando se ve desde un punto de vista adulto. Los cuetecillos que tanto te fascinaban de niño, ahora te fastidian, te hacen brincar en tu sitio, los quieres apagar, a los cuetes y a los chiquillos que los encienden. La edad cambia mucho las cosas, las vivencias te hacen más intolerante, y hasta más vanidoso. Corrompes tu propia esencia, porque el niño de tu interior aún quiere salir con los otros niñitos a seguir reventando cuetes, o lanzando tronadores, pero como sabes que no puedes simplemente te la desquitas fingiendo odiarlos: sólo es envidia. Una vez que experimenté esos cambios internos, comencé a experimentar los externos al ver a la sociedad limeña ir en total contra de lo que significa la navidad. Al echar un vistazo a los grandes mercados limeños mi concepción de las sonadas letras “noche de paz, noche de amor…” comenzaban a esfumarse con suma cadencia por el aire. Caras sucias, malhumoradas, traumatizadas, irritadas e irritantes, sencillamente espantosas y repulsivas, insultos por doquier, en los autos, en las combies, en los taxis… tráficos descontrolados de todo tipo que sólo delatan la razón por la cual estamos tan cagados.

Cuando me di cuenta de todo este submundo que encierra la mayor fiesta cristiana en nuestra capital simplemente me pregunté: “¿y la unión?, ¿y la paz?”, todo eso no existe. En Lima la navidad significa lucha, lucha por saber qué taxi o combie gana más pasajeros, lucha por conseguir mejores precios para los juguetes, lucha por aumentarlos y ganar más dinero, lucha por conseguir un mejor lugar de estacionamiento, lucha por cobrar cada vez más en cualquier producto o servicio ofertado, lucha por complacer hijos, hermanos, padres, amigos, enamoradas (os) o cualquier persona importante en nuestras vidas, deseosos de tener un regalo decente, mínimo inolvidable. Toda esa atmósfera llena de mala onda, llena de hedores insoportables, de tensión, es la que nos recubre en navidad. Es la realidad de una ciudad que, supuestamente, debería ser la más civilizada del país, pero que demuestra lo contrario con total facilidad ante los ojos de cualquiera que venga de afuera. El caos es lo primordial en una navidad limeña, y los niños, en sus casas mirando a todos lados, esperando la llegada de Santa mientras escuchan las agudas melodías de las tarjetas navideñas e inundándose la vista con las escandalosas luces del árbol de navidad, están absolutamente apartados de esa cruda situación. Finalmente, cuando los padres llegan a casa, la misión ha sido cumplida. El comando puede descansar tranquilamente, comer su pavo, o pollo, según ocasión, gustos o posibilidades; una satisfacción merecida después de una verdadera epopeya en la que el “criollismo” peruano fue llevado a un nivel extremo. Sino que te cuente tu papá cómo hizo para conseguir tan buen sitio en la cola de la caja, o tan buen lugar en el estacionamiento de la tienda. Cualquier niño creyente en Papá Noel podría hacerse la siguiente extraordinaria e inocua pregunta: “¿es esta la Lima que querría Papá Noel (o Cristo en su cumple)?”

En fin. A pesar de todo lo relatado, y como lo dije anteriormente, la navidad no ha perdido (hasta hoy, aunque dudo mucho que lo pierda en el futuro) ese toque que la hace tan especial, y tan esperada. Un ente interno siempre nos provoca cierto escalofrío cada vez que estas fechas se acercan, y es que no debemos subestimar el poder de la sugestión, por más idealistas y tercos que seamos. Siempre surge algo que recordar en diciembre. Al menos en mi caso, esta es la primera navidad en la cual económicamente he podido hacer lo que usualmente hacen mis primos mayores: hacerme cargo de gastos realmente significativos en lo que a regalos y preparativos tradicionales se refiere. Eso me dio un cierto aire de independencia, aunque debo decir que aún me siento lejos de seguir esa maravillosa palabra a cabalidad, puesto que sigo viviendo con mis padres. En todo caso, me he sentido más cerca que otras veces. Sin lugar a dudas ha sido un año duro, pero con tremendas mejorías e inesperadas sorpresas que relataré conforme vayan brotando mis ideas. Por lo pronto les deseo (aunque tal vez tardíamente) a ustedes, mis pocos pero queridísimos lectores, una muy feliz navidad. Que el caos capitalino no manche su arbolito, o desarregle su nacimiento. Y que los regalos sean los que esperaban, o al menos no lo que no querían. Y si no les llegó ningún regalo tienen mi permiso para apelar al criollismo más lisuriento y soltar el “¡Qué chucha!” más poderoso que jamás hayan soltado.

No sé si este sea mi último post del año, va a depender mucho de los próximos días en los que, de hecho, tendré más de una cosa que hacer. Sin embargo, por si las moscas, les deseo también una buena fiesta de año nuevo. Aunque sanamente recomiendo que se queden en sus casas, con un buen vino al costado, viendo los mejores goles del 2007 o una buena película.

Después de un año tan incómodo, no hay mejor forma de recibir el nuevo año que estando lo más cómodo posible.


Escrito por

Rubén Ravelo

@rubenchoravelo Sanmarquino. Escribano (lamentable) nacido en Lima.


Publicado en

El rincón del desvarío

Espacio de libertad creativa, opinión y harto hueveo.